domingo, 24 de febrero de 2013

Mácbeth (Análisis Acto I)

Mácbeth: la trampa de la ambición

 Análisis del Acto I (esc.III, V, VII)


Trabajo realizado por la Prof. Paola De Nigris

La tragedia de Mácbeth es la tragedia de la ambición desmedida, que convierte al hombre en un monstruo. El deseo de poder de Mácbeth lo lleva a cruzar la línea entre lo humano y lo bestial. Es el desequilibrio el gran tema de Shakespeare, un desequilibrio que proviene del interior del hombre. Ésta es la tragedia de la naturaleza desatada, donde la oscuridad, la tormenta y el color de la sangre tiñen el paisaje. 

Estas fuerzas de la naturaleza desatadas están encarnadas por las brujas, personajes oscuros y sobrenaturales que mostrarán a Mácbeth lo que él mismo quiere y ambiciona. Ellas expresarán lo que él quiere escuchar, pero todo su accionar será consecuencia de su deseo interior, y no necesariamente de un poder que ellas tengan.

Las escenas elegidas mostrarán este aspecto y a la relación entre Mácbeth y Lady Mácbeth, personaje crucial para provocar el salto del Mácbeth al abismo.

La escena III comienza con la aparición de estos personajes sobrenaturales. Ya en la primera escena habían mostrado su discurso ambiguo, en el medio del páramo. Habían demostrado que no pertenecían al mundo humano: “¿Cuándo nos volveremos a ver? ¿En el trueno, en la lluvia, en la tormenta?”; o también el lenguaje misterioso, ambiguo que usaban, tales como “lo bello es feo y lo feo hermoso” o cuando “haya derrota y victoria”. Ese lenguaje oscuro también lo empleará Mácbeth en el primer parlamento que utilice, dando a entender que realmente él comprenderá el lenguaje de las brujas, ya que ellas hablarán de lo que nadie más que él y su esposa sabían hasta el momento.

Mácbeth es presentado indirectamente, pasan tres escenas antes de que realmente él aparezca. Primero es mencionado por las brujas, luego en la escena II por su victoria que es comunicada al rey quien decide darle el título de Señor Cawdor, ya que el Señor de Cawdor era un traidor y por tal motivo será sacrificado. Es interesante ver que las ropas con las que vestirán a Mácbeth son las ropas de un traidor, siendo luego él también uno. Pero Duncan confía plenamente en su pariente, y no sospecha que de él vendrá la traición. Todo esto va preparando el terreno para la aparición de Mácbeth y para mostrar en la trampa que cae.

El lenguaje de las brujas suena incoherente al oído humano, y es su musicalidad lo que nos permite descubrir el poder del conjuro. Su fuerza será la de la palabra, al menos en Mácbeth. Ellas se muestran vengativas, y juguetonas con una mujer que ha rechazado sus poderes, y entonces han hecho que su marido no pueda dormir jamás: “no podrá entregarse al sueño/ ni de noche ni de día;/ su vida será maldita./ En pena un mes y otro mes,/ ha de menguar y caer;/ y aunque el barco no se pierda, / lo batirán las tormentas”. Esto que las brujas han pronosticado para el esposo de aquella que rechazó sus poderes, será precisamente lo que vivirá Mácbeth, quien en la obra se dirá que ha matado el sueño, y cuyo futuro será no poder dormir nunca dominado por el miedo a perder el poder, a ser descubierto, y las tormentas de su interior lo destruirán. Por lo tanto esta pequeña historia que antecede a la aparición de Mácbeth no es otra cosa que un anticipo de su tragedia. Él aceptará los dichos de las brujas, pero igual terminará como este hombre.

Además de esta historia que antecede y anticipa la caída del protagonista, el dramaturgo pone una acotación importante en la obra, ya que las obras de Shakespeare carecen de ellas, dado que como las obras las escribía y dirigía la misma persona, no eran necesarias. Sin embargo, esta es importante porque lo que se quiere mostrar es la grandeza del personaje que entra en escena. Es el protagonista, y su ambición es el poder, así que la acotación que dice “tambor dentro” es crucial para anunciar esa llegada con pomposidad.

Este tambor también le anuncia a las Hermanas Fatídicas la llegada de Mácbeth, así se preparan para realizar un hechizo antes de que éste aparezca.

El primer parlamento de Mácbeth ya lo pone en conexión con estas fuerzas del mal: “un día bello y feo”, es esta antítesis la que también han usado las brujas. Es un día bello porque vienen victoriosos de la batalla, y feo porque está gris y lloviendo. Lo mismo ha sucedido con aquel extraño parlamento en que las brujas predijeron “cuando haya derrota y victoria”, porque Mácbeth vendrá victorioso, pero su derrota empezará con la aparición de estas Hermanas Fatídicas.

Es importante aclarar que la expresión “fatídica” viene de “fatalidad”, así que estas hermanas representarían el destino de Mácbeth, lo que lo transforma en un héroe trágico, dado que es imposible que pueda luchar contra su destino. Sin embargo, en algún momento Banquo le dice que a veces estas apariciones nos anuncian trampas, en la que él no cae. Por lo cual cabe la pregunta de si el hombre es capaz de elegir su destino en el mundo de Shakespeare.

Cuando Banquo ve a las brujas, en seguida las describe, dando a entender que no parecen seres de este mundo, no parecen humanas, pero comprenden lo que dicen, le hacen un gesto silencio, no parecen mujeres ni hombres, no hay nada en ellas normal, sin embargo Banquo no se amedrenta, habla, aunque le hayan mandado callar. Esta actitud del personaje lo va a definir, ya que a él también le van a dar alguna predicción, pero él no la tomará en serio, a diferencia de Mácbeth que desde el primer momento que las vio, quedó callado y no pudo hablar, porque él intuía qué significaba esa aparición.

Recién después que Banquo termina su larga descripción, Mácbeth habla, escueto, con miedo, pero no de ellas, sino de lo que ellas saben de él. Por eso las increpa a hablar.

Las brujas presentan su trampa, habían dado tres vueltas antes de que Mácbeth apareciera, y tres van a ser los títulos que le den. El primero es “Barón de Glamis”, el segundo “Barón de Cadwor”, y el último el de Rey. La trampa radica en que el primero es cierto, y él lo sabe, con lo cual ya es extraño que ellas lo llamen por sus títulos cuando en realidad él nunca las vio. El segundo él no lo sabe, pero en la escena anterior, el espectador había visto que ese título ya se lo habían dado a él, y que los mensajeros del Rey venían en camino para anunciárselo. Esto provocará una gran conmoción en él cuando descubra que lo que le dijeron las brujas se cumpliría, pero el tercero no sucedió ni va a suceder si él no hace algo. Cuando él descubra que el segundo es cierto, se planteará la posibilidad de acelerar el tercero, porque sabe que los manejos políticos del Rey no le permitirán serlo fácilmente, además Duncan, el Rey, aún goza de buena salud.

Banquo repara que ante tal afirmación, Mácbeth se sobresalta. Es que Mácbeth acaba de ser descubierto en su interior. Nadie sabía, más que su esposa que esa era su mayor ambición, y estas mujeres se lo prometen como si hubieran leído su anhelo más profundo e íntimo. Para Banquo todo esto es algo sin importancia, lo toma como un simple horóscopo, y por eso se muestra despreocupado cuando las increpa diciendo que a él no lo saludan, y a su amigo sí, y lo han hecho con tanto título que lo han dejado absorto. El desenfado de Banquo lo lleva a la insolencia de probarlas, increpándolas para que digan algo a él también, ya que “podéis penetrar las semillas del tiempo”, metáfora que resulta casi irónica, dado que las está probando, por eso le dice que no suplica sus favores ni teme su odio. Banquo no cree, no se atemoriza, porque tampoco hay en él maldad. Sin embargo la metáfora “semillas del tiempo” resulta interesante. Las semillas que son vida en potencia que aún no se ha desarrollado son conocidas por ellas, como si el tiempo estuviera concentrado en las semillas y ellas pudieran acceder a sus secretos. De estas semilla crecerá algo. En el caso de Mácbeth, son semillas de amargura que sólo se descubrirán cuando salgan a la luz.

Las brujas lo saludan, pero lo hacen sin títulos, y cuando predicen algo para él lo hacen con ambigüedad, porque saben que no es con él con quien se van a divertir. “Menos que Mácbeth, pero más grande (…) Menos feliz, y mucho más feliz. Engendrarás reyes, mas no serás rey”. Este mensaje para Banquo es vacío, y para Mácbeth adquirirá sentido cuando él se anime a matar a Duncan. Es este mensaje lo que lo llevará a la muerte, a causa de la desconfianza de Mábeth con respecto a él.

Una vez que Mácbeth recobra el aliento y sale de la sorpresa, increpa a las brujas para que le digan cómo saben eso, pero basta con que les ordene que le expliquen para que estas desaparezcan, porque ellas no tienen por qué recibir órdenes de nadie, y su propósito ya ha sido cumplida, que fue sembrar la “semilla del tiempo” como el mismo Banquo lo definió, porque sólo tiempo es lo que se necesita para que estas crezcan y el mal se desate.

Ambos quedan comentando la aparición y es Banquo, nuevamente, quien sabiamente se pregunta “¿Estaban aquí los seres de que hablamos? ¿No habremos comido la raíz de la locura, que hace prisionera a la razón?”, y justamente es la locura la que se hará prisionera de la razón en Mácbeth, porque esa locura, que ya estaba dentro de él, ahora hace raíz con estos presagios y crece aprisionando a la razón y transformándolo en un sanguinario despótico.

Llegan los mensajeros del Rey a proclamarlo Barón de Cawdor, y esto desata una nueva tormenta dentro de Mácbeth. En cuanto se entera, él piensa: “lo más grande después” y ya cayó en la trampa del destino. Es Banquo quien le advierte que “eso creído ciegamente podría empujarte a la corona”. Su amigo se da cuenta que Mácbeth es capaz de dejarse nublar la razón. Y le dice más “aunque es muy extraño las fuerzas de las sombras nos dicen verdades, nos tientan con minucias, para luego engañarnos en lo grave y trascendente”, él ha comprendido lo peligroso que es creer ciegamente en esos presagios, porque al fin y al cabo aquello sobrenatural que se exterioriza, no es más que nuestros deseos interiores, nuestras fuerzas del mal, que todo hombre posee. En este aspecto Mácbeth también cumple con los requisitos de un héroe trágico, ya que no sólo luchará contra su destino, sino que además será un hombre como cualquiera movido por una ambición desmedida, lo que permitirá al público identificarse y hacer la “catarsis”.

Ante esta revelación Mácbeth duda: “no puede ser mala, no puede ser buena”. Una vez más la ambigüedad se apodera de él. Piensa, si es mala, no deberían haber hecho una promesa de éxito empezando con una verdad, si es buena, no comprende por qué se le ocurre que sólo a través del asesinato sería posible. Se le ocurre porque ya lo ha pensado antes, y tal idea le horroriza, aún conserva su humanidad, sabe que tal acto sería violar las leyes naturales. “Es menor un peligro real que un horror imaginario”, todo aquello que aún está en su imaginación es más terrible que cualquier realidad. Sabe que matar es la línea delgada que lo separa de lo humano por eso la sola idea “sacude su entera humanidad”, y no está seguro de poder llevarla a cabo. Termina concluyendo que lo mejor es que si este presagio es real, pues que lo sea por los medios lícitos, por el azar, sin que su mano tenga que empuñar la daga de la traición.

Pero eso no será posible porque es allí donde Lady Mácbeth hará su obra. El personaje de Lady Mácbeth es muy controvertido, y sólo viéndola en toda la obra se puede llegar a una idea de su profundidad. En la escena V ella recibe una carta de su esposo que le cuenta cómo se encontró con las Hermanas Fatídicas y lo que le pronosticaron.

Es la forma en que termina la carta lo que nos arroja luz sobre esta relación: “He juzgado oportuno contártelo, querida compañera en la grandeza, porque no quedes privada del debido regocijo ignorando el esplendor que se te anuncia. Guárdalo en secreto y adiós”. La carta está dirigida a su esposa, pero a aquella parte de su esposa que conoce y comparte con él su intimidad y sus pasiones. En una palabra, es la carta a una amante, con la que ha compartido este secreto y quien conoce profundamente el deseo de su esposo. Él la llama “querida compañera en la grandeza” y esto no será necesariamente así, ya que una vez que él se convierta en Rey, ella no tendrá ningún protagonismo más, ni si quiera compartirá más nada con él, porque él mismo la dejará a un lado de todo el horror que comienza a desatar. Así que ningún beneficio obtendrá de ser reina, no es a ella a quien le han anunciado nada, sin embargo él la hace partícipe “el esplendor que se te anuncia”. La ambición es de él, no de ella. La de ella es ver que su hombre cumple con sus deseos, y si ella colabora para que eso suceda, su mente femenina supone que la querrá más y la necesitará, lo cual es una gran falacia. Pero la sola idea de pensar que se quedó con las ganas de ser algo y no pudo, de sentirse cobarde, es algo que ella no permitirá que él viva.

Ella conoce el corazón de su esposo: “mas temo tu carácter: está muy empapado de leche de bondad para tomar los atajos”. Ella sabe que Mácbeth tiene reparos, es leal, y la metáfora de la leche sugiere la inocencia, él no se animaría a tomar atajos. Sabe que es ambicioso, pero no está dispuesto a la maldad que debe acompañar esa ambición. Sabe, como ya lo ha dicho el mismo Mácbeth para sus adentros, que él quisiera ganar pero no ensuciarse en el juego, y que su deseo le infunde pavor. Pero lo que Lady Mácbeth no comprende es lo que significa cruzar esa línea sucia, la línea de la sangre, mientras que Mácbeth tiene claro lo que se juega en ello.

Ella sabe cuál es su fuerza: la palabra, y no la acción. Ella no podría matar a una mosca. Ella no es una mujer fuerte y fría como aparenta. Si así lo fuera no necesitaría invocar a las fuerzas del mal para que le den coraje. Si así fuera, mataría ella misma a Duncan, pero no puede hacerlo, porque ella misma dice que le recuerda a su padre. Si fuera fuerte realmente, no se volvería loca y se suicidaría. Su poder es la palabra que exhorta, pero que no piensa en lo que desata. Si lo hiciera, no tendría fuerza ni siquiera para eso. Pero ella sabe que con lo único que cuenta es “con el brío de mi lengua”.

Invoca estas fuerzas oscuras, con un lenguaje altamente violento, si así lo hace es porque necesita fuerza para “servir a propósitos de muerte”. Si necesita que le quiten la ternura, es porque la tiene. Si necesita llenarse de crueldad es porque tiene miedo de enternecerse y flaquear ante tan espantosa traición. Pide la más ciega crueldad, no ver lo que significa lo que planea hacer. Si pide que se espese su sangre, que se tape toda entrada por la que pudiera acceder la piedad, es porque sabe que es vulnerable a ella. Ella sabe que debe mantenerse firme para transmitir firmeza a su marido, si ella flaquea, nada de lo que él ambiciona podrá llevarse a cabo. Todo lo femenino, lo dulce, lo maternal debe convertirse en hiel, en fuerza espesa y atroz, porque la mujer no es por naturaleza fuerte como para llevar a cabo la crueldad de un asesinato sin remordimientos. Pero aquello que tapamos por algún lado, y algún momento tiene que explotar, y así sucede con ella cuando se de cuenta que toda esta acción no hará más que dejarla en la más absoluta soledad.

Pero si Mácbeth confió en ella es porque sabía que ella tenía la fuerza para hacerlo actuar. Y ella se lo dice claramente: “Para engañar al mundo parécete al mundo”, “Parecéte a la cándida flor, pero sé la serpiente que hay debajo”. Esta es la metáfora que identifica a Lady Mácbeth, este será su fuerte, parecerá una flor, cándida, dulce, suave, frágil, pero debajo estará la serpiente, la imagen de la tentación, de la venganza, de la maldad. La intertextualidad bíblica es evidente.

Tanto la escena VI como la VII ocurren en la noche y el ambiente visual de las antorchas y el sonoro de los oboes y los clarinetes recuerdan el Apocalipsis, donde los ángeles tocaban las trompetas, donde el clima estaba cargado de antorchas que anunciaban la caída del mundo. Así se presenta la entrada del rey Duncan a la casa de Mácbeth.

Mácbeth tiene la oportunidad de deslizarse fuera del banquete para reflexionar y este es el momento de mayor lucidez del personaje. “Si darle fin ya fuera el fin, más valdría darle fin pronto” pero Mácbeth sabe que eso no es lo difícil, lo complicado es lo que pasa después, la conciencia. Él sabe que no todo termina con el acto de matar, ese no es el fin, sino el principio de lo peor, porque si sólo fuera el acto uno podría hasta atreverse a arriesgar la otra vida, al fin y al cabo, no importaría tanto si acá todo estuviera bien. Pero él sabe que hay un infierno en la tierra y lo que se hace acá, acá también se paga, y la sangre que se derrama atormenta a quien la derramó. “La ecuánime justicia ofrece a nuestros labios el veneno de nuestro propio cáliz”, la justicia personificada nos da a beber del mismo veneno que nosotros ofrecemos a otros, lo mismo que hacemos, eso nos harán.

Mácbeth considera la situación y se da cuenta de lo terrible que es su traición. En primer lugar porque Duncan es su pariente y él es súbdito suyo, con lo cual matarlo implicaría derramar su propia sangre y un acto de traición a la corona a la que juró respeto y devoción. En segundo lugar porque es su anfitrión, y como huésped está amparado bajo las leyes de la hospitalidad, leyes sagradas que implican que su anfitrión debe velar por la comodidad y la seguridad de su huésped, por lo tanto empuñar la daga contra él sería una doble traición a su confianza.

La imagen que Mácbeth da de Duncan es reveladora. Lo muestra como un hombre manso, virtuoso y digno y esto contrasta con el horror del crimen. Cuanto más sublime, inocente y perfecto se presente Duncan a los ojos de Mácbeth, más rastrero y vil sentirá su crimen. Utiliza imágenes del Apocalipsis para mostrar lo detestable de su accionar: “como ángeles con lengua de clarín y la piedad, cual recién nacido”; así imagina que su crimen se oirá en el cielo. La antítesis es feroz, ni Duncan es tan inocente como él lo piensa, ni es la encarnación de la piedad. Duncan sabe lo que está provocando. Convengamos que él le dio el título de Barón de Cawdor y le dijo a los mensajeros que ese era el principio de grandes honores. Pero en cuanto estuvo frente a Mácbeth nombró a su hijo como Barón y sucesor al trono. Si bien el trono no se daba por herencia, sino que era necesario el apoyo de los otros Barones, el Rey tenía una gran incidencia en este nombramiento, por el respeto natural que todos le prodigaban. Así que si ante la promesa a Mácbeth, ésta queda en un nombramiento que lo aleja de la corona, Duncan, que conoce el hacer político, sabe que tal acción no sería precisamente lo que Mácbeth esperaba, por lo tanto su inocencia y su virtud, sólo sirven para aumentar la culpa que Mácbeth siente en su interior por la acción que piensa cometer. Tanta es ésta que lo comparará con un querubín montado en corceles invisibles, que denunciarán la acción traicionera que piensa hacer. La conclusión de este monólogo muestra la lucidez que el protagonista tiene en este momento, sabe que la ambición lo lleva a un salto y que cuanto más se sube más bajo se cae.

Lady Mácbeth interrumpirá sus pensamientos para darle fuerza, y decirle que no podrá soportar vivir con el querer pero no atreverse, y Mácbeth contestará lúcidamente: “me atrevo a todo lo que sea digno de un hombre. Quien se atreve a más, no lo es”. Esas palabras marcarán el último momento de lucidez del protagonista. Pero para Lady Mácbeth ser hombre significa exactamente lo contrario, porque ella sólo ve el momento, y no las consecuencias; y un verdadero hombre para ella, será el que se atreva a ser lo que quiere ser. Piensa que la acción es sencilla y allí queda. Mácbeth está pensando más allá, pero la fuerza de las palabras de su mujer, lo llevan a confirmarse en el horror de la traición. Ella misma pondrá de ejemplo la tierna imagen de una madre amantando que desprende a su hijo del pecho para estrellar su cabeza, si fuera necesario. Pero lo de ella son sólo palabras, no acciones, sino palabras en acción que quitan toda duda de la mente de Mácbeth.


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sábado, 9 de febrero de 2013

Análisis de "El hombre pálido"

Análisis de “El hombre pálido” (Espínola)



Trabajo realizado por la Prof. Paola De Nigris
Introducción

Este cuento pertenece al autor ubicado en la generación del ’20 en el Uruguay. Esta si bien está muy cerca de la generación del ‘900, ya presenta características diferentes en su escritura.

Convengamos que en los primeros años de este siglo XX uno de los mayores horrores que impactó al hombre fue la Primera Guerra Mundial. Su impacto se produjo por dos hechos que hasta el momento no se había dado con tanta fuerza: uno fue la participación de la ciencia en la guerra y el otro la cantidad de civiles que en ella murieron.

Este impacto mundial lleva al hombre a una sensibilidad especial que se traduce en doctrinas filosóficas que marcarán el siglo, tales como el Existencialismo. ¿Para qué existe el hombre si suele destruirse? ¿Qué puede hacer un hombre en tan corta vida?

Todo esto va creando a un hombre angustiado que debe aprender a sobrevivir en las circunstancias que le toca. Si bien el Uruguay no participa de la Guerra, no quiere decir con esto que esté exento de la sensibilidad y las modas, la forma de pensar y de cuestionarse en ese momento.

Si bien el mismo Espínola asegura que no le gusta la literatura gauchesca, no por eso sus personajes se alejan del campo rural. Escribe del hombre de campo, y describe a esos hombres en sus circunstancias, sin dejar de mezclar el lenguaje “universal y elevado” con el habla popular.

Tema

El tema del cuento es el hombre frente a la circunstancia inesperada. No existe tan claramente el bien y el mal, el hombre, sin importar que sea considerado malo, en circunstancias nuevas y diferentes puede comportarse honorablemente, tal como pasa en este cuento.

Nada tiene por qué ser como se supone deba ser. Uno puede cambiar su “esencia” aunque sólo sea circunstancialmente porque los hechos lo llevan a actuar de forma contraria a como se espera actúe.

Asociado a lo dicho anteriormente, basta que hagamos un ejercicio de imaginación, y veremos a miles de personas en situaciones límites, que ni se imaginarían estar allí, siendo habitualmente honorables, pero comportándose con villanía, o viceversa, personas normalmente despreciables actuando honorablemente como es el caso de este cuento.

Título

El título resulta interesante. No parece decir nada, más que hay un personaje que seguramente será principal en el cuento, con un rostro pálido. Sin nombres, sin identidad. Y esto es curioso porque al no tenerla podemos deducir que tampoco tiene vida. Si la vida se asocia al color, y cuando alguien muere, éste se desvanece. Pues un hombre pálido podría sugerir que lleva la muerte adentro metafóricamente. La falta de vida en realidad sugiere la falta de emociones también. Es un hombre que mete miedo y dice muy poco, pero también a él le pasará algo en el cuento que no podrá explicar, pero que lo llevará a cambiar su esencia de “pálido” al contraste final entre el blanco y el negro. En una palabra el bien y el mal. Pero esto sólo será un hecho circunstancial. El hombre no dejará de ser pálido como la muerte.

Estructura

Como todo cuento tradicional se divide en tres partes: marco, nudo y desenlace. En el primero se presentan los personajes. En el segundo se comienza a desarrollar la trama y en el tercero se resuelve. Esta última parte no siempre se percibe claramente, ya que podría dejarse un final abierto o bien para que el lector lo continúe o bien porque el final está muy relacionado con el conflicto. Es por ello que la clave para comprender el desenlace es el conflicto del texto.

En este caso, si miramos la forma en que el mismo autor dividió su texto, vemos que hay dos partes. La primera correspondería al marco, donde no sólo se presentan los personajes, el ambiente, sino también parte del conflicto. En la segunda podríamos encontrar en la intuición de Elvira, cuando se va a dormir, el desarrollo, ya que allí es cuando su percepción de los hechos se hace realidad. Y la última estaría pautada por la aparición del negro.

Conflicto

El protagonista, que es quien lleva el conflicto adentro, es el hombre pálido, sin lugar a dudas. Él es quien al descubrir la belleza de Elvira se da cuenta que hay algo sublime en ella, que no debe ser corrompido, digamos que algo sagrado, demasiado bello para ser traicionado. Y es la presencia de ella la que lo hace cambiar su rumbo, pero no para siempre, sino sólo por esta vez. Él es el que descubre que existe vida en un mundo en el que él creía haberlo visto todo, y por lo tanto todo le era indiferente. Siente “la vida” pero no elige continuar con su muerte, pero respetar esto que sintió y a la mujer que se lo provocó. No porque la ame, sino porque es superior a todo lo que ha visto, porque es sagrado, y porque sería una villanía destruirlo.

El narrador

En este cuento el narrador es omnisciente, es decir que lo sabe todo, sabe lo que siente Elvira, lo que siente el hombre pálido, sabe incluso hasta cuál puede ser el propósito de la lluvia que por momentos juega un papel casi de personaje, lo juzga, y también se pone a su favor cuando está peleando contra el negro.

Sin embargo este narrador utiliza también una técnica interesante que es el punto de vista variable. Cambia permanentemente el punto de vista: a veces narra los hechos desde el exterior, como un ojo alejado de este, y otras veces como si lo hiciera desde los ojos de alguno de los personajes. De esta manera, incluso, se describe al personaje contrario y lo que realmente está pasando. Si sólo se viera la escena como una película, sin que existiera el narrador, sería muy difícil entender qué ocurre realmente en el cuento.

Marco

El cuento comienza con una descripción detallada de la tormenta que está por venir. Obviamente esto es un recurso interesante dado que ésta no es inocente. Anuncia la catástrofe que va a darse dentro del hombre. A su vez lo juzga dado que el texto dice “como si le dieran asco las cosas feas del mundo y quisiera borrarlo todo, deshacerlo todo y llevárselo bien lejos”. Aun así ayuda al personaje a acercarse a la casa con una excusa para robar.

El personaje parece en principio venir huyendo de la tormenta, pero todo lo que parece en un principio termina no siendo así, y es precisamente ese cambio lo que sustenta el conflicto.

El sol no aparece, está “toldado” por las nubes “negruzcas”. Esto anuncia que lo brillante, lo vital y maravilloso, la luz del sol, que representaría lo bueno, está ya tapado por lo negro. Este contraste, esta antítesis entre el blanco y el negro se manejará en el marco y también en el desenlace. Esas nubes aprietan el aire, lo mezquinan, provocan la imposibilidad de respirar pacíficamente. Así el clima pinta desde el principio el clima agobiante, pesado, y el narrador dice “bochornoso” y “cansador”. Porque bochornoso es lo que se propone el hombre pálido, al entrar a una casa y aprovecharse de dos mujeres solas e indefensas. Y cansador, no sólo porque este clima cansa a los hombres, sino porque este hombre en particular vive de esta manera, de traicionar la confianza de quienes lo hospedan.

Por esa razón el clima se transforma en juez de la acción pretendida por este hombre, pero a su vez esta tormenta está personificada: “el agua el agua empezó a caer con rabia, con furia casi”. Como si en ella hubiera un sentimiento que es atribuible a la persona humana. Además, por supuesto, de juzgar a través de la comparación “como si le diera asco las cosas feas de este mundo…” 

Aun cuando no esté de acuerdo con lo que este hombre va a hacer, no puede intervenir en la decisión del hombre. Si bien la tormenta es juez, también es cómplice. Observa, pero no puede hacer nada hasta que el mismo hombre reflexione sobre sus circunstancias.

Inmediatamente después que describe la tormenta nos presenta la indefensión de todas las circunstancias que rodean la acción. Empieza por lo más grande para ir a lo más pequeño, y de esta manera también nos va anunciando lo indefensa que están estas mujeres.

“Cada bicho escapó a su cueva”, todos buscan refugio. Esto parece lógico, y ayuda a pensar que un hombre que cae en la casa viene buscando lo mismo, con lo cual las mujeres estarán más propensas a dárselo sin desconfiar. 

La primera descripción es la de la hacienda que está animada al decir “daba el anca al viento y buscaba refugio bajo un árbol”. La casa, que no podía protegerse de la tormenta parece buscar que su parte trasera (“el anca” como la del caballo) se protegiera de alguna manera. Esta metáfora no sólo nos anima la casa, sino que nos muestra que no existe protección posible, y no sólo por la tormenta, sino también por lo que se avecina, el hombre. 

La siguiente imagen es la de los pajaritos que tratan de ocultarse en sus nidos, pero quedan chorreados de agua. Estos animales indefensos son otra pintura de las mujeres que refugiadas en “sus nidos” o en la misma hacienda” también estarán en peligro, no podrán escapar de la tormenta o de las intenciones del hombre pálido trae, a no ser que él así lo quiera.

Podríamos ver un paralelismo psicocósmico entre la tormenta y el personaje, pero no es tan claro al principio y sí lo será cuando él descubra a Elvira. La tormenta está al principio para acompañar las circunstancias, pero la verdadera tormenta se desatará en el hombre cuando este se encuentre con lo que Elvira le provoca, es allí donde el papel de la tormenta cobra un nuevo impulso y acompañará al personaje, al punto de ayudarlo a matar al negro.

Una vez que ha descrito el ambiente pasa a hablar de los personajes: las mujeres solas y el capataz de estancia que no estaba presente. En una palabra, el hombre que podría darles tranquilidad o defenderlas en caso que fuera necesario. Este dato aparece para marcar la soledad de las mujeres, pero más adelante sabremos que el hombre pálido sabía de esta circunstancia, y pensaba aprovecharse de ella como lo está haciendo de la tormenta. Pero en el principio del cuento esto no se nos revela, con lo cual todo parece inocente, para luego ir mostrándonos la vileza del acto que el protagonista pretendía llevar a cabo.

La grafopeya del hombre (descripción física) se irá haciendo lentamente, por partes y casi siempre a través de los ojos de Elvira. Primero será sin intuición, tal como son los hechos, luego, cada vez que ella vaya observando al hombre pálido, esta descripción estará plagada de percepciones subjetivas, pero curiosamente tendrán más que ver con la realidad que lo que ve Carmen, su madre.

El hombre se presenta también como si fuera un ser indefenso buscando refugio “con el poncho empapado y el sombrero como trapo por el aguacero”, lo que seguramente provocaría en las damas una predisposición a la hospitalidad. 

Es el perro el primero que lo ve, y lo manifiesta con su ladrido. Esto es interesante dado que son ellos animales intuitivos, y en un principio mirará con desconfianza al hombre hasta que este se lo gane. La desconfianza del perro ayuda en un principio a confirmar la desconfianza de Elvira que inmediatamente se va para adentro, después de llamar al perro y se coloca bajo la protección de su madre. Pero el perro no mantendrá esa desconfianza por mucho tiempo, bastará con que el hombre le tire un hueso, para que su intuición se esfume, y más adelante veremos la reflexión del hombre que habla de su descreimiento en la humanidad.

Sin embargo la protección que busca Elvira es inútil, porque la madre no ve nada de lo que intuye Elvira. Ella está en la cocina y por la aparición del hombre no deja de hacer lo que está haciendo, revolver la mazamorra. No la inquieta ese hombre, no desconfía. Lo trata como lo haría con cualquier paisano que llegara a su hogar, como es la costumbre en el campo. Si bien ella lo interroga, no saca nada extraño de sus preguntas. Lo hace casi como por hospitalidad: ¿de dónde viene? ¿Adónde va?, nada fuera de lo normal, incluso haciendo un comentario sobre la lluvia y sugiriendo que deje el poncho para que se seque. Estas preguntas inocuas le permiten al hombre pálido responder de forma mecánica. Lo justo y necesario para pedir asilo, que es lo que en realidad le interesa.

Es interesante una nueva grafopeya que se hace del hombre en la acción de entrar a la casa: “Agachándose – la puerta era muy baja”. Esto por un lado habla de un hombre con una altura relativamente imponente que podría provocar cierto miedo y reflejar la mirada de Elvira, sin embargo el narrador se encarga de decirnos enseguida que la puerta es baja, como todas las del campo. Podría también interpretarse que el hombre de la casa no es demasiado alto, o que aunque lo fuera también debía agacharse para entrar. Pero más allá de eso, la imagen del hombre agachándose para entrar provoca una impresión acentuada en la fuerza de lo masculino.

El narrador comienza su juego de miradas, y pasa directamente a los ojos de Elvira que desde un rincón lo observa. Esta imagen de Elvira nos habla de su temor, de su desconfianza, pero ella no tiene claro cuál es la razón por la que desconfía, ni por qué su corazón late más fuerte. No le gusta ese hombre, algo en él no está bien. Y como siempre sucede en lo femenino, se recurre a descripciones periféricas y circulares, hasta llegar a lo que realmente la impresiona. La grafopeya que da es que es un hombre delgado, alto, de cara pálida y con una barba negrísima que hacía más blanca su cara. Una vez más lo que Elvira ve es el contraste entre el blanco y el negro, colores simbólicos si se asocian al bien y al mal, y colores que unidos también representan a la muerte, y es precisamente esto último lo que en principio no la deja tranquila.

Carmen es la que la saca de estos pensamientos y la obliga a socializar con el hombre a través del mate, símbolo de estas latitudes, que representa la posibilidad de intimar o crear un clima de tranquilidad. Esto no es precisamente lo que Elvira quisiera, pero el mandato materno y la cortesía le impiden oponerse, y es a través de este vaivén con el mate, que ella podrá captar la esencia del hombre, o al menos acercarse.

Hasta este momento el perro sigue desconfiando “de tanto mimo”, por lo tanto sigue funcionando su intuición de que este hombre tiene algo “negro” en su interior.

Apronta el mate con cuidado y es la mirada de él la que lo intimida, sin embargo no será hasta el final de su última grafopeya y sus reflexiones, que ella se dé cuenta qué es lo que hay de extraño en este hombre. Como mujer intenta racionalizar, pero no puede anular su intuición. Muchos hombres han ido a su casa antes, qué tiene éste de distinto. Piensa que tal vez sea la tormenta que hace que esta situación parezca más peligrosa. Todo esto son reflexiones racionales de algo que ella sabe que no es racional. Entonces vuelve a repasar las características de este hombre, pálido, barba negra, pero agrega una nueva característica que es la principal: “ojos como chispas”. A través de esta comparación ella comprende que hay algo peligroso en ese hombre, hay fuego. Los ojos son la ventana del alma, por lo tanto Elvira llega a sospechar lo que está pasando dentro del alma del hombre pálido.

Nudo

Naturalmente el narrador cambia el punto de vista para enseñarnos lo que pasa por la cabeza del hombre que es precisamente el conflicto que está viviendo. “El hombre recorría con la vista el cuerpo tentador de la muchacha”. Su mirada es lasciva, no es de amor, sino de deseo. Y es en ese momento que el narrador, mirando como el hombre pálido, describe a Elvira. Esta grafopeya tendrá un orden, desde la cabeza hasta las piernas, e irá siendo desde lo más superficial a lo más sensual. Algunas de estas descripciones serán precisamente las que ve, pero otras serán las que imagina.

“Brillante y negro el pelo, lo abría al medio una raya y caía por los hombros en dos trenzas largas y flexibles”. La imagen es cándida pero también sugiere la flexibilidad de la juventud. Su primera mirada exalta su belleza más inmediata pero no se quedará con esto. 

“Tenía unos labios carnosos y chiquitos que parecían apretarse para dar un beso largo y hondo, de esos que aprisionan toda una existencia” es en esta segunda imagen que empezamos a ver cómo el hombre agrega imaginación a lo que ve. Reconoce sus labios “carnosos y chiquitos”, estos adjetivos parecen ser contrapuestos: carnosos como los de una mujer, y chiquitos como los de una niña. Sólo en ella podría encontrarse la contradicción, y es por eso que él imagina el “beso largo y hondo, de esos que aprisionan toda una existencia”, porque Elvira representa la existencia de lo que él ya no creía posible, y quisiera volver a tener, ya que no hay en él vida, como sí la ve en Elvira.

“La carne blanca, blanca como cuajada, tibia como plumón, se aparecía por el escote y la dejaban también ver las mangas cortas del vestido”, una vez más en su descripción hay elementos reales y otros imaginarios como lo es la tibieza de su piel que él llama “carne” de la manera más grosera, pero que se contrapone a su blancura y a su tibieza. Elvira es la mujer niña que insinúa el escote, pero que recuerda que es una niña por las “mangas cortas del vestido”. Esta contradicción es lo que desata la tormenta del hombre pálido.

A partir de este momento, el hombre empezará a sensualizar su mirada, y por lo tanto a imaginar lo que no ve, pero intuye: “el pecho abultadito”, “las caderas ceñidas, firmes”, “las piernas que se adivinan bien formadas bajo la pollera ligera”. Su mirada parece desnudar a Elvira en propósitos que ella ni se imagina. Esta atracción sexual desata en él la contradicción, la tormenta, lo enfrenta a la vida que ya había perdido, dado que ya era incapaz de volver a sentir algo por la existencia humana. Es por ello que ella le produce “unas ansias extrañas” para él, que ya no siente. Ansias de hacerle daño, pero también de protegerla y no permitir que nada corrompa la belleza sublime que le ha permitido volver a sentir algo. Estas ansias contradictorias son las “de caer de rodillas” como quien adora a un ídolo, pero también la de “cazarla del pelo, de hacerla sufrir apretándola fuerte entre los brazos”, es decir, poseerla, violar lo sagrado, hacerlo suyo, para demostrarse que es de carne y hueso y puede tenerse. Pero a su vez aparece ese “acariciarla tocándola apenitas” como si el otro fuera tan frágil que pudiera romperse y mereciera todo el respeto y cuidado. 

Elvira despierta en el hombre pálido sensaciones que él ya no cree ser capaz de sentir: adoración, ternura, y hasta la violencia del cariño. Esto lo desconcierta. Es un hombre muerto en vida, y ahora parece renacer con “una mezcla de deseos buenos y malos que viboreaban en el alma como relámpagos en la noche”. Esta comparación nos recuerda otra vez la tormenta del principio, pero ahora dentro del hombre pálido, que siente los estallidos del relámpago en su alma oscura como la noche. La metáfora “viboreaban” nos sugiere lo incontrolable, y la “noche” la oscuridad en la que existe este personaje.

Pero es recién al final de esta grafopeya que podemos entender el final del cuento. “Porque si bien el cuerpo tentaba el deseo del animal, los ojos grandes y negros eran de un mirar tan dulce, tan real, tan tristón, que tenían a raya el apetito, y ponían como alitas de ángel a las malas pasiones”. Su pasión es animal, pero los ojos de Elvira, es decir, su alma no sólo son grandes y negros, es decir, recién están descubriendo la vida, con curiosidad, sino que también son dulces, es decir inocentes, capaces de perdonar, algo que seguramente él olvidó. Pero su mirada también es “real”, no sueña, sabe algo del mundo en que vive, pero al lado de este hombre, sabe poco de la desilusión humana, y esto ya provoca una mirada tristona. Si el hombre mostrara toda su pasión animal destruiría a una mujer que ya es capaz de comprender la bajeza humana, y que no sabe cuán profundo puede ser eso. El hombre sabe que tocar a Elvira, o hacer la traición que tiene pensada sería como transformarla en él, un hombre muerto en vida. No puede permitirse cargar con eso, porque ella le ha devuelto, con su imagen, una vida que él había olvidado que podía existir. Por eso la comparación “como alitas de ángel a las malas pasiones”, una vez más lo bueno y lo malo se confrontan en el alma del hombre pálido.

Sólo al finalizar sus reflexiones, él puede ver a la muchacha profundamente y darse cuenta de que está asustada, por eso el narrador dice “entonces, algo le pasó también a él. Su mano vacilaba ahora al tenerla para recibir o entregar el mate”. Lo que le pasó es la compasión. El mate, que es símbolo de unidad los unió, ya nada es tan claro, el hombre siente la vida y ante eso tiembla, después de acostumbrarse a estar insensible ante ella. Elvira es algo superior para él, algo que debe protegerse, no avasallarse.

Se sientan a comer en silencio, cada cual realizando su tarea, la que corresponde a cada género: las mujeres tienden la mesa, el hombre va a buscar su recado y a desensillar su caballo. Pero en esta escena corresponde destacar un gesto y es cuando el hombre le tira un hueso al perro. Dijimos que el perro es el único, además de Elvira, que intuía algo extraño. Sin embargo cuando le da un hueso, pierde la desconfían”za y se hace íntimo con el hombre. El pensamiento del protagonista es revelador “mesmo qu’ el hombre”, esto nos da a entender que el personaje está descreído de la raza humana que es capaz de apagar su intuición, de sentirse cómodo, de venderse por un hueso o un plato de comida. La mirada de humanidad es la de una gran prostituta que se vende por un precio muy barato, las sobras de la comida.

Todo parece transcurrir naturalmente, por lo menos ante los ojos de Carmen. Sólo Elvira continúa asustada, pasa ligero al cuarto para acostarse, desconfiada. Todo esto bajo el ruido del agua que como cortina sonora ahora sí se acompasa con la tormenta del hombre pálido.

Esta primera parte termina con el detalle del candil mal apagado que queda brillando en la noche. El hombre, en su interior, no apaga la luz que la presencia de Elvira ha encendido.

En la segunda parte del cuento el narrador se focaliza en los ojos de Elvira quien está temerosa, mientras su madre duerme con absoluta tranquilidad, lo que la ahoga más, ya que la única protección posible no percibe el peligro.

Elvira percibe, siente, intuye, intenta saber, pero la visión está anulada por la falta de luz, con lo cual todo se centra en lo auditivo. La visión anulada crea más temor, más indefensión, y por lo tanto mayor deseo de estar alerta, no en vano “el corazón le golpeaba el pecho”, metáfora que habla del miedo, del descontrol interno que siente. “Su vista trataba en vano de atravesar las tinieblas” esta metáfora tan común muestra no sólo la oscuridad que la rodea, sino la incomprensión sobre lo que está pasando, que intuye, pero que no sabe. Por eso se aferra a rezar, pero jamás termina el rezo porque cualquier sonido la exalta. Lo religioso parece no ser una fuente de consolación para lo que ella está intuyendo, que no es otra cosa que una realidad que no puede verificar.

Siente que la puerta de la cocina se abre, pero todo se mezcla con su miedo “bien claro oyó”, pero luego el narrador dice “hasta el pareció sentir que el aire frío entraba por las rendijas”. La información que recibe de sus sentidos se mezcla con un parecer que no es precisamente una certeza. Sin embargo su percepción es correcta como se verá más adelante.

No se anima a despertar a su madre. Necesita oír más, oír algo que confirme su impresión. Y una vez más el narrador, focalizada en ella, utiliza su mismo discurso “no sintió nadita” “no sentía nadita”. Este diminutivo sugiere la ternura y la inocencia del miedo de Elvira que la lleva a imaginar justamente lo que está pasando realmente. De esta manera el narrador pasa de los ojos de Elvira, de su imaginación a una focalización cero, es decir a mirar la acción despojada de la subjetividad de los personajes. “pero en su imaginación veía al hombre de la barba negra clavándole los ojos como chispas; veía el poncho negro, colgado del clavo, movido por el viento como anunciando ruina... y como para convencerla de que era verdad que la puerta había sido abierta, seguía sintiendo el aire frío y percibía más claramente el ruido de la lluvia”. Una vez más el detalle de los ojos como chispas, del viento “como anunciando ruina” y la lluvia como telón de fondo, anticipan el final.

Desenlace

El hombre se había ido a la enramada, y el narrador dice “dejándose pintar de rosado por los relámpagos”. La tormenta ahora le da un color a este hombre. No sale de la casa como entró. Entró como un muerto, ahora parece vivo, por eso “dejándose pintar” como si fuera algo que el mismo hombre pudiera dominar. Evidentemente está hablando de la tormenta que no sólo está fuera, sino dentro de él. 

Otro aspecto importante de esta lluvia es que lo obliga a caminar con la cabeza gacha, como si el hombre tuviera que humillarse ante la tormenta. Ya no es aquel hombre resoluto que entró a traicionar la hospitalidad de las mujeres. Ahora algo le ha hecho bajar la cabeza, volverse humilde.

Es aquí que descubrimos al antagonista, al personaje que se estaba esperando para robar junto con él. Este hombre es el contrario al hombre pálido, ya que es negro. Una vez más los contraste de colores, blanco/negro, sugieren el bien y el mal, pero sólo por estas circunstancias.

Con la presencia del negro se descubre que el robo estaba arreglado, así como el aprovecharse que las mujeres estuvieran solas para cometer el atraco. Sin embargo, ya nos había dejado claro Carmen, al principio del texto, que en esa casa no había comodidad, por lo tanto seguramente tampoco habría plata. Esto hace que la acción preparada por estos hombres sea más vil. El negro está convencido que debe haber plata por algún lado y está dispuesto a continuar con el plan que se habían propuesto. Pero lo interesante está en la oposición que el hombre pálido hace frente a este empecinamiento. No le da explicaciones a su compinche, simplemente le dice que no va, y que él tampoco, porque no quiere. ¿Qué puede entender el negro que es igual al hombre pálido, alguien muerto en vida, de lo que acaba de vivir el protagonista? De nada sirven las explicaciones, así que está dispuesto a llevar su “no” hasta las últimas consecuencias.

Queda claro que el hombre pálido no piensa cambiar de vida por haber conocido a Elvira, sólo pretende que este plan hoy no se lleve a cabo: “Como siempre, te acompaño cuando quieras; pero esta noche, no. Y aquí, menos.”

Es el negro el que nos revela que el protagonista no es precisamente una buena persona, ha matado, y lo ha hecho muchas veces, seguramente sin compasión, taciturno, tal como se muestra: “¡Hum! Si te salieran en luces malas los que has matao, te ciegaría la iluminación, y ahora te ha entrao por hacerte el angelito”, y es el mismo protagonista quien le aclara que no es una cuestión de bondad. Nada podría entender el negro ya que no vivió lo que sintió el hombre pálido.

La pelea pasa de la palabra a la acción y es en ese momento que vemos por el diálogo del negro que imagina lo peor, es decir que él ya las debe haber robado y pretende quedarse con la plata. La mentalidad del negro es la del maleante inescrupuloso, igual que la del hombre pálido, pero que en este instante está representando escrúpulos que no ha tenido antes. Esto es el hombre que cambia de condición frente a una circunstancia diferente. Tanto lo hace como para enfrentarse a su compinche y matarlo, sin el menor remordimiento.

La lucha se plantea en los términos más básicos del duelo criollo. Dos hombres, frente a frente, con una daga, demostrando su virilidad, valentía, y honor (aún en situaciones tan poco honorables). Recogen el poncho como escudo y se miden frente a frente, sin que nadie intervenga. Aunque este caso quien elige intervenir es la lluvia. El hombre pálido decide valerse de ella pero no al punto de quitarle la honorabilidad. Se pone de espaldas a la lluvia para poder ver mejor a su contrincante, pero el negro, captando la jugada da un salto y allí la lluvia hace lo suyo, provoca que este se resbale. El hombre pálido podría haber aprovechado esta circunstancias, pero no lo hace, porque eso no es de hombres, porque hay códigos, y no se aprovecha de quien está caído, porque es cobardía, así que espera a que el otro se levante y se enderece. Entonces, recién allí, lo abre en dos. El narrador dice “le abrió el vientre y se le hundió en el tórax” mostrando la fuerza y la valentía del hombre pálido.

“La muerte le tapó la boca”, una personificación de la muerte que provoca una sentencia poética de la muerte de alguien que no se lo merece, pero que la acción sí. Limpia la daga en las ropas del difunto, costumbre del duelo criollo, pero se va sin prisa, “al trotecito”. Nada valía la vida de ese hombre, como tampoco la vale la del hombre pálido, aunque esta acción lo haya dignificado. Pero la indiferencia frente a la muerte de su compañero de fechorías, y la lluvia que sigue cayendo “gruesa, helada” nos da a entender que nada ha cambiado en él.

Ha conocido algo extraño, inexplicable, inescrutable que lo atrajo, que le provocó un cambio momentáneo, que siente que debe respetar y defender, pero nada dentro de él como asesino, ladrón, traicionero cambia. Sigue “helado” como la lluvia, como su vida. De alguna forma elige no corromper esa inocencia que conoció, y se aleja, tampoco elige quedarse a vivir en ella.
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El hombre pálido (Texto)


EL HOMBRE PÁLIDO (Texto)

Todo el día estuvo toldado el sol, y las nubes, negruzcas, inmóviles en el cielo, parecían apretar el aire, haciéndolo pesado, bochornoso, cansador.
A eso del atardecer, entre relámpagos y truenos, aquéllas aflojaron y el agua empezó a caer con rabia, con furia casi; como si le dieran asco las cosas feas del mundo y quisiera borrarlo todo, deshacerlo todo y llevárselo bien lejos.
Cada bicho escapó a su cueva. La hacienda, no teniendo ni eso, daba el anca al viento y buscaba refugio debajo de algún árbol, en cuyas ramas chorreaban los pajaritos, metidos a medias en sus nidos de paja y de pluma.
En el rancho de Tiburcio estaban solas Carmen, su mujer y Elvira, su hija.
El capataz de tropa de don Clemente Farías, había marchado para “adentro” hacía una semana.
En la cocina negra de humo se hallaban, cuando oyeron ladrar el perro hacia el lado del camino. Se asomó la muchacha y vio a un hombre desmontar en la enramada con el poncho empapado y el sombrero como trapo por el aguacero.
-¡León! ¡León! ¡Fuera! Entre para acá- gritó Elvira.
-¿Quién es?- preguntó la vieja sin dejar de revolver la olla de mazamorra.
-No lo conozco.
La joven volvió al lado de su madre y quedó expectante.
-Buenas tardes.
Agachándose –la puerta era muy baja-, el hombre entró.
-Buenas. Siéntese. ¿Lo ha derrotado l`agua? Sáquese el poncho y arrimeló al fogón.
-Sí, es mejor. Aquí, no más.
El hombre colgó su poncho negro en un gran clavo cerca del fuego y sacudió el sombrero. Después se sentó en un banco.
-¿Viene de lejos? -curioseó la madre.
-De Belastiquí.
-¿Y va?
-Pa l’estancia’e Molina, en el Arroyo Grande. Pensaba llegar hoy a San José, pero me apuré mucho por el agua y traigo cansadazo el caballo. Así que si me deja pasar la noche...
-Comodidá no tenemos ... puede traer su recao y dormir aquí, en todo caso.
-¡Como no!... Estoy acostumbrao.
La muchacha, ahora acurrucada en un rincón, lo miraba de reojo. Y cuando oyó que iba a quedarse, sintió clarito en el pecho los golpes del corazón.
Es que cada vez más le parecía que aquel hombre delgado y alto, de cara pálida en la que se enredaba una negrísima barba que la hacía más blanca, no tenía aspecto para tranquilizar a nadie...
La vieja le interrumpió sus pensamientos diciendo:
-A ver, aprontá un mate.
Y siguió revolviendo la mazamorra, mientras daba conversación al forastero, que acariciaba el perro y retiraba la mano cuando éste rezongaba desconfiado de tanto mimo.
Elvira tiró la yerba vieja, puso nueva, le hizo absorber primero un poco de agua tibia para que se hinchara sin quemarse. En seguida, ofreció el mate al desconocido. Este la miró a los ojos y ella los bajó, trémula de susto. No sabía porqué. Muchas veces habían llegado así, de pronto, gente de otros pagos que dormían allí y al otro día se iban. Pero esa nochecita, con los ruidos de los truenos y la lluvia, con la soledad, con muchas cosas, tenía un tremendo miedo a aquel hombre de barba negra y cara pálida y ojos como chispas.
Se dio cuenta de que él la observaba. Los ojos encapotados, sorbiendo lentamente el mate, el hombre recorría con la vista el cuerpo tentador de la muchacha...
¡Oh, sí!, había que cansar muchos caballos para encontrar otra tan linda.
Brillante y negro el pelo, lo abría al medio una raya y caía por los hombros en dos trenzas largas y flexibles. Tenía unos labios carnosos y chiquitos que parecían apretarse para dar un beso largo y hondo, de esos que aprisionan toda una existencia. La carne blanca, blanca como cuajada, tibia como plumón, se aparecía por el escote y la dejaban también ver las mangas cortas del vestido. El pecho abultadito, lindo pecho de torcaza; las caderas ceñidas, firmes; las piernas que se adivinaban bien formadas bajo la pollera ligera; toda ella producía unas ansias extraña en quien la miraba, entreveradas ansias de caer de rodillas, de cazarla del pelo, de hacerla sufrir apretándola fuerte entre los brazos, de acariciarla tocándola apenitas... ¡yo qué sé!, una mezcla de deseos buenos y malos que viboreaban en el alma como relámpagos entre la noche. Porque si bien el cuerpo tentaba el deseo del animal, los ojos grandes y negros eran de un mirar tan dulce, tan leal, tan tristón, que tenían a raya el apetito, y ponían como alitas de ángel a las malas pasiones...
Embebecido cada vez más en la contemplación, el hombre sólo al rato advirtió que la muchacha estaba asustada. Entonces, algo le pasó también a él. Su mano vacilaba ahora al tenerla para recibir o entregar el mate.
Elvira iba entre tanto poniendo la mesa. Luego, los tres se sentaron silenciosos a comer. Concluída la cena, mientras las mujeres fregaban, el hombre fue bajo la lluvia hasta la enramada, desensilló, llevó el recado a la cocina y se sentó a esperar que hicieran la lidia jugando con el perro, con León que, por una presa tirada al cenar, había perdido la desconfianza y estaba íntimo con el desconocido.
-¡Mesmo qu`el hombre!- pensó éste.
Y siguió mirando el fuego y, de reojo, a Elvira.
Cuando terminaron la tarea, la madre desapareció para tornar con unas cobijas.
-Su poncho no se ha secao. Hasta mañana, si Dios quiere.
-Se agradece.
-¡Buenas noches!- deseó la muchacha cruzando ligero a su lado con la cabeza baja.
-Buenas.
Las dos mujeres abrieron la puerta que comunicaba con el otro cuarto, pasaron y la volvieron a cerrar. Al rato, se oyó el rumor de las camas al recibir los cuerpos, se apagó la luz...Todo fue envolviéndose en el ruido del agua que caía sin cesar.
El hombre tendió las cacharpas, se arrebujó en las mantas con el perro y sopló el candil.
El fogón, mal apagado, quedó brillando.

II
Un rato después se empezó a oír la respiración ruidosa y regular de la vieja. Pero en la cama de Elvira no había caído el descanso. Ahora que su madre dormía, el miedo la ahogaba más fuerte. El corazón le golpeaba el pecho como alertándola para que algún peligro no la agarrara en el sueño, y su vista trataba en vano de atravesar las tinieblas... De cuando en cuando rezaba un Ave María que casi nunca terminaba, porque lo paraba en seco cualquier rumor, que la hacía sentar de un salto en la cama.
A eso de la media noche, bien claro oyó que la puerta de la cocina que daba al patio había sido abierta, y hasta le pareció sentir que el aire frío entraba por las rendijas. Tuvo intención de despertar a su madre, pero no se animó a moverse. Sentada, con los ojos saltados y la boca abierta para juntar el aire que le faltaba, escuchó. No sintió nadita. Y aquel silencio, después de aquel ruido, la asustaba más aún. No sentía nadita, pero en su imaginación veía al hombre de la barba negra clavándole los ojos como chispas; veía el poncho negro, colgado del clavo, movido por el viento como anunciando ruina... y como para convencerla de que era verdad que la puerta había sido abierta, seguía sintiendo el aire frío y percibía más claramente el ruido de la lluvia...
En efecto: el hombre, que se echó no más, sobre el recado, se había levantado, lo llevó otra vez a la enramada y, después de ensillar, había salido a pie hasta la manguera que estaba como a una cuadra dejándose pintar de rosado por los relámpagos. El agua le daba en la frente. Por eso avanzaba con la cabeza gacha.
Otro hombre le salió al encuentro, el poncho y el sombrero hecho sopa.
Era un negro.
-¿Están las mujeres solas?- preguntó ansioso.
Sombrío el otro respondió: -Sí
-La plata tiene qu`estar en algún lao. Empecemos.
-No. No empezamos.
-¿Qué hay?
-Hay que yo no quiero.
-¿Qué no querés?
- Sí, que no quiero.
-¿Pero estás loco?
-Peor pa mí si m`enloquecí. Pero ya te dije. Vamonós p`atrás.
-¿El qué?
-No hay qué que te valga. Como siempre, te acompaño cuando quieras; pero esta noche, no. Y aquí, menos.
-¡Hum! Si te salieran en luces malas los que has matao, te ciegaría la iluminación, y ahora te ha entrao por hacerte el angelito.
-Nadie habla aquí de bondá. Digo que no se me antoja y se acabó.
-Peor pa vos. Iré yo solo. ¡Que tanto amolar por dos mujeres!
-Es que vos tampoco vas a ir.
-¿Desde cuando es mi tutor el que habla?
-Desde que tengo la tutora- bramó el interpelado tanteándose la daga.
-¡Ah! ¿Querés peliar? ¡Me lo hubieras dicho antes! Seguramente ya habrás hecho la cosa y quedrás la plata pa vos solo. Pero no te veo uñas, mi querido. Venite no más - y desenvainó su cuchillo.
-¡Callate, negro de los diablos!- rugió el otro yéndosele arriba.
A la luz de los relámpagos, entre los charcos, los dos hombres se tiraban a partir. El de la barba negra, medio recogido el poncho con la mano izquierda, fue haciendo un círculo para ponerse de espaldas a la lluvia. Comprendiendo el juego, el negro dio un salto. Pero se resbaló y se fue del lomo. El otro esperó a que se enderezara y lo atropelló. La daga, entrando de abajo a arriba, le abrió el vientre y se le hundió en el tórax.
-¡Jesús, mama!- exclamó el negro.
Fue lo único que dijo. La muerte le tapó la boca.
El otro, en las mismas ropas del difunto limpió su daga. Después enderezó chorreando agua, montó y salió como sin prisa, al trotecito.
-¡Pucha que había sido cargoso el negro!- murmuraba- ¡Le decía que no, y él que sí, y yo que no, y dale! ¡Estaba emperrao!...
La lluvia, gruesa, helada, seguía cayendo.
Francisco Espínola


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